miércoles, 18 de febrero de 2015

Sobre `Como la sombra que se va´, de Antonio Muñoz Molina

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DE MEMPHIS A LISBOA: HISTORIA, VIDA PRIVADA Y LITERATURA
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Desde que existe la ficción literaria, pongamos el Cantar del Cid o el Quijote, no ha dejado de producirse un flujo constante entre realidad y ficción, aunque en las últimas décadas ese trasvase no solo se haya incrementado sino que ha ido adoptando otras formas y mecanismos. Muñoz Molina se ha valido a menudo de este procedimiento, que vuelve a utilizar con plena conciencia dentro de una tradición en la que destaca, entre otros nombres, a Manuel Chaves Nogales, Josep Pla, Truman Capote (a quien se describe en esta novela como “un sujeto con ademanes de marica y voz aguda de enano, un escritor al parecer experto en crímenes”, p. 230), John Hersey, Patrick Modiano o Emmanuele Carrere.
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En Como la sombra que se va (Seix Barral, Barcelona, 2014), afortunado título que procede de un salmo de la Biblia, a la que se suma una atractiva cubierta, se cuenta en esencia dos historias: la de James Earl Ray, el hombre que en 1968 asesinó a Martin Luther King, narrada casi toda ella en tercera persona. Y la del autor, en 1987, cuando estaba casado, tenía dos hijos pequeños, trabajaba como funcionario en el Ayuntamiento de Granada e intentaba escribir El invierno en Lisboa, al tiempo que se sentía insatisfecho con su vida privada y profesional. Esta segunda historia, que transcurre también en Granada y Madrid, arranca en el tercer capítulo, con un remedo del inicio de Pedro Páramo, presente también en Beltenebros. Se trata de dos huidas a una misma ciudad, la capital portuguesa, que comparte protagonismo con los personajes principales del relato. La acción se centra, sobre todo, en tres fechas: 1968, 1987 y 2012, momento este último en que surge la idea de la novela y su autor empieza a escribirla, cuando viaja de nuevo a Lisboa para celebrar el cumpleaños de su hijo, acompañado por Elvira Lindo (p. 387). Aunque también se aluda tanto a 1991, como al presente narrativo, en el 2014 (p. 259).
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Confluyen, en definitiva, dos historias muy distintas, ambas indagatorias, alternándose a lo largo de los capítulos: una, la referida a Ray, aparece exhaustivamente documentada y, en parte, imaginada; la otra, meramente autobiográfica, confesional y vivida. Asimismo, este último relato resulta –por así decir- expiatorio, la confesión de una culpa, a la vez que exultante, al recordar cómo conoció a su nueva mujer y fue gestándose el amor, evocando diversos momentos juntos. El tratamiento que le concede a Ray, un tipo tímido, embustero, sociópata y racista, con una infancia durísima, víctima –según él- de una conspiración, es tan minucioso que acaba resultando desmesurado, hasta el punto de que termina ahogando la historia, diluyendo lo significativo en mil detalles innecesarios. Sí resulta pertinente, por el contrario, el contexto social de esta trama: el `Movimiento de los derechos civiles´ en los Estados Unidos, la marcha sobre Washington, la lucha por la igualdad y la tolerancia.
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Diluida entre ambas historias, nos encontramos con una reflexión en torno a su evolución como escritor (en 1987, reconoce, “escribía de oídas”, p. 388), y el género novela, y más en concreto, acerca de cómo escribió El invierno en Lisboa (1987), amén de diversos comentarios sobre aspectos distintos de la narración, bien sean los inicios y finales (pp. 133, 353, 384-386 y 526), bien los nombres de los personajes (pp. 82 y 124-126). Para Muñoz Molina, “la novela simplifica la vida. La simplifica y la calma” (p. 522), pero la esencia de su poética estriba en extraer lo literario de lo real, pues opina –a la manera de Mark Twain- que la realidad es suficiente y vuelve irrelevante la ficción (p. 453), o que “la imaginación no se alimenta de lo inventado sino de los sucedido” (p. 523). Es, sin  duda, la poética hoy imperante, aunque no le falten detractores tan notables como Juan Marsé.
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Las dos historias, aunque casan perfectamente, están escritas con registros algo diferentes, pero la narrada en primera persona me parece más contenida, sincera y grata de leer. Tienen voz Ray y en el capítulo 25, el más extenso de la novela, Martin Luther King, aun cuando se imponga la visión de un narrador omnipresente, que coincide con el autor. Muy lograda me parece la recreación de Lisboa a lo largo de distintas épocas, e incluso la más breve de Memphis, así como su autorretrato a la altura de 1987, junto con los perfiles literarios que traza de Bioy Casares y Onetti. En cambio, resulta algo edulcorado el de Elvira Lindo y tan feroz como arbitrario, aunque probablemente fuera cierto en aquel entonces, el del poeta Juan Luis Panero, además de antojarse significativa la ausencia de Vila-Matas, borrado de la foto de conjunto (pp. 340-349).   
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La huida, tanto de Ray como del narrador, por muy diferentes motivos, ya se ha visto, acaba de manera desigual. La del americano, tras no lograr un visado para Ángola, Rodhesia o Biafra, lo empuja finalmente a ser condenado, muriendo en 1998 en la cárcel. Mientras que nuestro autor, después de retratarse como un ser inmaduro, egoísta y sombrío, consigue llevar en adelante una nueva existencia, armónica y feliz en lo privado, gozando del éxito literario a raíz de la concesión del Premio de la Crítica y del Nacional de Narrativa a El invierno en Lisboa.
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Si la novela, tal y como la define Muñoz Molina, es “un ascua que ha de seguir brillando bajo la ceniza enfriada mucho después de que se hayan apagado las llamas”, el tiempo dirá qué trayectoria merece cosechar esta ambiciosa, autocrítica y reflexiva narración, donde se baraja con absoluta solvencia lo real, lo posible y lo ficticio (por ejemplo, en el uso que hace de la película Casablanca o de las historias de James Bond), junto a la autobiografía y la reflexión metaliteraria.       
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Muñoz Molina es un escritor exigente. Buena prueba de ello son novelas como Beatus Ille (1986), El jinete polaco (1991), Sefarad (2001) o La noche de los tiempos (2009), por solo recordar las que prefiero, a las que podría sumarse un buen puñado de cuentos, artículos o ensayos, entre los que recuerdo con mucho agrado los que componen El huerto del Edén (1996) o El atrevimiento de mirar (2012), y ello al margen de que los resultados de Como la sombra que se va me parezcan desiguales. Sorprende, por último, que el narrador de la novela se muestre temeroso ante las posibles “reseñas hostiles” (p. 524), en vez de preocuparse más bien por las anodinas y, sobre todo, complacientes, que son las que suelen predominar.
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* Esta reseña ha aparecido publicada en la revista Buensalvaje, núm. 2, enero y febrero del 2015. La revista se regala a los clientes de las librerías.
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2 comentarios:

zUmO dE pOeSíA (emilia, aitor y cía.) dijo...

En las pasadas navidades leí "El impostor", de Javier Cercas, y "Como la sombra que se va", de Muñoz Molina. Con las dos me ocurrió algo parecido: Me gustaron, me parecieron buenos libros, pero al mismo tiempo tuve la sensación de que las historias están "estiradas", es decir, que lo que decían podían haberlo dicho en muchas menos páginas, pues contenían demasiadas reiteraciones, meandros y detalles accesorios o repetitivos que nada añadían. Esto es un lastre, o me lo parece. Después de ambas lecturas me quedó la duda de si mis gustos literarios estarán ahora condicionados por el influjo de Internet y su preeminencia de textos cortos, legibles de un tirón. Me gustaría conocer la opinión al respecto de otros lectores.

El último lector dijo...

Estoy de acuerdo con Zumo de Poesía: el pasado enero leí los dos libros que cita, uno detrás del otro, y me chocó sentir con ambos esa sensación de redundancia –llamativa por excesiva– que por momentos hizo mi lectura un tanto fatigosa. No creo que la preferencia por los textos más breves o ‘legibles de un tirón’ tenga nada que ver aquí.

Un saludo,

Francesc Nadal