sábado, 4 de julio de 2015

De `Oscura lucidez´, de Mario Pérez Antolín, y 2

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El cantero podría haber descuidado la factura de los relieves y ornamentos más altos de la catedral, ya que prácticamente nadie, en su época, iba a contemplarlos de cerca; y sin embargo no lo hizo, porque su propósito era que fueran vistos, no desde la tierra, sino desde el cielo por el único Ojo que escruta todos los detalles.
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¿Qué somos? Unos pocos aconteceres que se dejan atrapar por la atención de unos pocos observadores. Tan solo eso, y quizá ni eso.
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En el infierno, siempre hay sitio para un nuevo desalmado. Incluso después de los juicios de Núremberg, cuando sus sucios pabellones estaban repletos, se admitían nuevos ingresos. Nunca tuvo que esperar un cruel por muy hacinadas que estuvieran las celdas. En el Averno no existen restricciones, cualquiera es bienvenido y las preferencias quedan completamente prohibidas. Nadie debe perderse la condena que con tanto merecimiento ganó. El que hizo el diseño del infierno quiso que, por si acaso, cupiéramos todos.
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Ella me dijo, durante mi hospitalización, que lo fundamental de su biografía estaba en las tres cicatrices de su cuerpo: la que no podía disimular su vello púbico le recordaba, a diario, aquel hijo deseado que terminó siendo este extraño de la foto; la de la mejilla derecha le impedía olvidar a un marido que, poco después de la boda, se convirtió en su peor enemigo, y la más reciente, aún con los puntos de sutura, era la de una biopsia que no presagiaba nada bueno, salvo que sería el último zurcido de su desdichada vida.
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Me hice amigo de un gladiador, que venía directo de mi imaginación, y lo traje a vivir conmigo. El vecindario protestaba porque los niños no iban al colegio y preferían jugar con él. Cuántos paseos tuvimos que interrumpir por el acoso de los paparazzi y la insistencia de los fans en busca de unos autógrafos. Los ruinosos circos romanos no le gustaban. Su lugar predilecto para los combates eran los estadios de fútbol llenos de hinchas poco antes de terminar el partido, con el consiguiente deterioro del orden público. En los estudios de cine, no encontró trabajo de especialista debido a que sus interpretaciones resultaban demasiado verídicas. Al final, las cosas se aclararon entre nosotros y, de mutuo acuerdo, viendo lo molesto de su comportamiento arcaico, decidimos que volviera al cuarto oscuro de mi fantasía, donde los anacronismos pasan desapercibidos.
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El problema de la muerte es que ni se presiente ni se adivina ni se barrunta y, aun así, termina llegando a deshora como un huésped inoportuno al que hay que acomodar, encima, en el mejor cuarto de nuestro piso. El problema de la muerte es que siempre nos coge desprevenidos y con los preparativos sin hacer, porque tiene la mala costumbre de presentarse sin haber recibido invitación. El problema de la muerte es que cuando se va, no se va sola.
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* La foto es de Chema Madoz.
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